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lunes, 24 de marzo de 2014

AMADA

Imagen robada de Google


Me encuentro recluido en una de las habitaciones del piso inferior de la casa; los golpes cada vez son más fuertes, y no sé cuanto tiempo más aguantara la puerta. Escribo estas letras en los últimos minutos que me restan de vida a modo de expiación para mi alma. Espero que Dios sepa perdonarme.

Me encontraba frente a mi escritorio intentando escribir el último verso, del que sería a la postre mi último soneto. Sobre la mesa, encendida se encontraba una bujía, pues pasaban unos minutos de la medianoche. Desprendía un haz de luz circular que me permitía realizar mi trabajo sin forzar en demasía la vista.
Mi mente se encontraba trabada en busca de aquella palabra perfecta que hiciese rimar el primer verso de la última estrofa con el segundo verso del primer terceto, cuando una gélida brisa recorrió mi cuerpo e hizo bailar la llama de la lámpara alargando y estrechando las sombras de los objetos que en la habitación se hallaban. Me levanté de la poltrona en la que me encontraba sentado y dirigí mis pasos hacía la pared del fondo para cerciorarme que la ventana estaba cerrada y atrancada.
Era una fría noche de mediados de enero, el viento agitaba cruelmente las ramas de los árboles, tras los cuales pude discernir el blanco grisáceo de una gran luna llena.
De repente, comencé a escuchar el crujir de las tablas del suelo de madera del pasillo. Parecían pisadas, cosa que me resultó extraño, ya que el ama de llaves aquella noche la tenía libre y no debería llegar hasta la mañana siguiente.
Abrí la puerta con cautela y con miedo, y asomé la cabeza por la pequeña ranura que fui capaz de abrir y pronuncié en voz baja y aguda un: – ¿Hay alguien ahí? –con temor a que mis palabras fuesen escuchadas, pero nadie contestó; el silencio que moraba en la casa era absoluto y la oscuridad envolvía el pasillo y un helado olor nauseabundo recorría la galería de parte a parte. Desande mis pasos y recogí la lámpara y un pañuelo para taparme nariz y boca, y haciendo acopio de toda la valentía que pude reunir salí sin dilación al pasillo.
El hedor traspasaba la tela con la cual tapaba mi cara y se incrustaba dentro de la garganta haciéndome toser.
Lo que descubrí después bien lo hubo descrito unos años antes H. P. Lovecraf en aquella frase que decía: “Hay horrores que son más que horrendos”, pues lo que vi me hizo helar la piel, y un sudor frío recorrió mi frente.
Frente a mí, al pie de la escalera, se encontraba Leonora. Sus azules ojos me escudriñaban amenazantes, su pálida piel parecía reflejar la suave luz de la luna y su largo pelo negro y enmarañado caía sobre sus hombros.
Comenzó a acercase a mí. Escuchaba el sonido de su arrítmica respiración acercándose a mí. Quedé paralizado a causa del terror, y sus finas y frías manos rodearon mi cuello con una fuerza sobrehumana. Yo, a mi vez, agarré su suave cuello con las mías. De su garganta escapaba algún que otro sonido gutural, mas su fuerza no medraba en absoluto. Intenté inútilmente coger aire, pero el estrangulamiento impedía a mis pulmones llenarse de aire. Noté que las fuerzas comenzaban a abandonarme, la visión se me nublaba, lagrimeaban me los ojos y comencé a perder la fuerza de mi presa. Entonces escuche aquella voz que tantas veces pronuncio las palabras “te quiero” refiriéndose a mí, pero esta vez algo más ronca y repitiendo una sola palabra –asesino -.
No logro comprender cómo lo hice, pero conseguí zafarme de sus brazos, corrí hasta la estancia más próxima y cerré la puerta tras de mí.

Como ya he comentado, me encuentro escribiendo el fin de mi existencia; ella se encuentra fuera golpeando la puerta y sé que la puerta terminara cediendo a sus embates, y esta vez no podré escapar de su ira.
Ese cuerpo sin vida viene a por mí. Su alma bajará al infierno y no lo hará sola. Ella va a matarme a mí, como yo la maté a ella. 

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