Imagen robada a google
Caen copos
blancos sobre la acera; mi manta de cartón se encuentra cubierta de nieve, y un
tetrabrik de vino malo casi congelado es
mi única compañía. Ya no recuerdo si comencé a beber porque me quedé en la
calle, o me quedé en la calle porque comencé a beber, pero eso ahora ya no
importa.
La gente
pasea riendo y charlando, pero al pasar por mi lado se hace un silencio
absoluto, sus sonrisas se congelan en sus labios y me miran con cara de asco, o
lo que es peor, con cara de pena. Algunos me echan un par de monedas en un
sucio vaso de plástico y piensan que han hecho la buena acción del día, y lo
que en realidad hacen es ayudar a que me mate.
Doy un trago
de mi fiel compañero e intento levantarme apoyándome en la pared; las rodillas
me duelen por el frío, y la cara casi ni la siento.
Me agacho
como puedo para recoger mis pocas pertenencias y meterlas en una bolsa. Los cartones
los dejo apoyados contra la pared, rezando para que el barrendero sea benevolente
conmigo y esta vez no me los tire a la basura.
Con el
cartón de vino en la mano voy andando por la ciudad. Las luces que cuelgan de
una farola a otra a lo ancho de la carretera de dicen que es navidad, pero para mí, estos días son idénticos
a otros días.
Una niña
pequeña se dirige hacia mí e intenta
tocarme, pero su madre da un tirón brusco de su bracito para alejarla de
alguien como yo. << Señora, que ser vagabundo no es contagioso>> me
hubiese gustado gritar, pero en el fondo sé que lleva razón, yo en su lugar habría
hecho lo mismo. Llevo varias semanas sin lavarme y dios sabe a qué huelo; es
una mezcla de sudor, alcohol, y calle que ni siquiera yo mismo aguanto mi
hedor.
Sigue nevando;
los dedos de la mano donde llevo el vino están rojos y me escuecen. Podría tirar
el vino y meterla en el bolsillo, pero antes me cortaría la mano a desperdiciar
la bebida. No intento dar pena, es más, no quiero dar pena. Es más fácil buscar
la muerte de este modo, que intentar sobrevivir llevando una vida, llamémosle “normal”.
Solo espero que cuando llegue la parca me encuentre dormido, y sea dulce, y no
venga de manos de cuatro niñatos con ganas de descargar sus frustraciones sobre
mí, como le paso a un compañero al que al final, y como fin de fiesta
prendieron fuego.
Una estrofa
de un villancico se escapa por la puerta abierta de un comercio; siempre he
odiado esa musiquita chillona de paz y alegría “rin, rin”. ¡Qué cojones me
importa a mí que una burra valla hacia Belén cargada de chocolate!
Doy el
último trago al cartón de vino y tiro el recipiente en una papelera. Rebusco en
mis bolsillos buscando monedas para comprar más vino. Tengo suerte, llevo un
euro con diez. Entro en los primeros ultramarinos que encuentro a mi paso. Detrás
del mostrador se encuentra una chinita menuda que al verme abre unos ojos como
platos y se lleva la mano a la nariz. Me dirijo al final de la tienda y cojo el
vino más barato que encuentro. Pongo las monedas sobre el mostrador con la mano
encima. La mujer mira mi mano, con las uñas sucias y costras marrones de
rascarme los sabañones, parece que va a vomitar. Aparto la mano y el dinero
queda suelto, con rápido movimiento agarra todas las monedas, y sin contarlas
las mete directamente en la maquina registradora.
Salgo de la
tienda pensando en qué es lo que tendrá el dinero, que seas como seas o huelas
como huelas, siempre que puedas pagar, eres bienvenido. Aquella muchacha que ni
me miró a la cara, y que no me tocaría ni aunque su vida dependiera de ello, no
dudó un instante en coger unas monedas que ella ni siquiera sabía dónde podría
llevarlas guardadas.
Abro el
cartón con los dientes y doy un buen trago; noto como me calienta por dentro y
siento como comienza a darme vueltas la cabeza. Ya estoy borracho, como me
gusta estar.
Ha oscurecido
y hace mucho más frío. Las tiendas están cerradas y no queda nadie por la
calle; tan solo hay un gato, tan callejero como yo, buscando comida dentro de
un cubo de basura. Entre la borrachera y el dolor de rodillas llego dando
tumbos donde se encuentran mis cartones. Saco las cosas de la bolsa y las voy
colocando a mí alrededor. El tetrabrik de vino siempre a mano. Doy otro trago y
compruebo desconsolado que queda mucho menos de la mitad.
El viento
sopla con fuerza y está helado; esta noche va a ser la más dura del año. Me tapo
con los cartones, aunque esta vez no me van a servir de nada. Me acurruco todo
lo que puedo, el frío se ha metido en mis huesos y comienzo a tiritar. Bebo lo
que queda de vino buscando entrar en calor, pero esta vez es tan inútil como
los cartones que me tapan.
Cierro los
ojos y sé que esta noche es la
definitiva; es el final, la noche que he estado buscando durante tanto tiempo. Oigo
el bufido que hace el aire al acariciar el filo de la guadaña de la muerte. Intento
abrir los parpados para saludarla; no lo consigo, mis ojos continúan cerrados. Por
el dolor que noto en el rostro sé que estoy sonriendo, mi boca se mueve.
–Querida
amiga, aquí estoy, esperándote, y esta vez no dejare que te marches sin mí.
Es dulce,
sin dolor, como siempre he querido; besa mis fríos labios, me abraza fuerte y
me lleva con ella.