Imagen robada de Google
Me encuentro
recluido en una de las habitaciones del piso inferior de la casa; los golpes
cada vez son más fuertes, y no sé cuanto tiempo más aguantara la puerta. Escribo
estas letras en los últimos minutos que me restan de vida a modo de expiación
para mi alma. Espero que Dios sepa perdonarme.
Me
encontraba frente a mi escritorio intentando escribir el último verso, del que
sería a la postre mi último soneto. Sobre la mesa, encendida se encontraba una
bujía, pues pasaban unos minutos de la medianoche. Desprendía un haz de luz
circular que me permitía realizar mi trabajo sin forzar en demasía la vista.
Mi mente se
encontraba trabada en busca de aquella palabra perfecta que hiciese rimar el
primer verso de la última estrofa con el segundo verso del primer terceto,
cuando una gélida brisa recorrió mi cuerpo e hizo bailar la llama de la lámpara
alargando y estrechando las sombras de los objetos que en la habitación se
hallaban. Me levanté de la poltrona en la que me encontraba sentado y dirigí
mis pasos hacía la pared del fondo para cerciorarme que la ventana estaba
cerrada y atrancada.
Era una fría
noche de mediados de enero, el viento agitaba cruelmente las ramas de los
árboles, tras los cuales pude discernir el blanco grisáceo de una gran luna
llena.
De repente,
comencé a escuchar el crujir de las tablas del suelo de madera del pasillo.
Parecían pisadas, cosa que me resultó extraño, ya que el ama de llaves aquella
noche la tenía libre y no debería llegar hasta la mañana siguiente.
Abrí la
puerta con cautela y con miedo, y asomé la cabeza por la pequeña ranura que fui
capaz de abrir y pronuncié en voz baja y aguda un: – ¿Hay alguien ahí? –con
temor a que mis palabras fuesen escuchadas, pero nadie contestó; el silencio
que moraba en la casa era absoluto y la oscuridad envolvía el pasillo y un
helado olor nauseabundo recorría la galería de parte a parte. Desande mis pasos
y recogí la lámpara y un pañuelo para taparme nariz y boca, y haciendo acopio
de toda la valentía que pude reunir salí sin dilación al pasillo.
El hedor traspasaba
la tela con la cual tapaba mi cara y se incrustaba dentro de la garganta
haciéndome toser.
Lo que
descubrí después bien lo hubo descrito unos años antes H. P. Lovecraf en
aquella frase que decía: “Hay horrores que son más que horrendos”, pues lo que
vi me hizo helar la piel, y un sudor frío recorrió mi frente.
Frente a mí,
al pie de la escalera, se encontraba Leonora. Sus azules ojos me escudriñaban
amenazantes, su pálida piel parecía reflejar la suave luz de la luna y su largo
pelo negro y enmarañado caía sobre sus hombros.
Comenzó a
acercase a mí. Escuchaba el sonido de su arrítmica respiración acercándose a
mí. Quedé paralizado a causa del terror, y sus finas y frías manos rodearon mi cuello
con una fuerza sobrehumana. Yo, a mi vez, agarré su suave cuello con las mías.
De su garganta escapaba algún que otro sonido gutural, mas su fuerza no medraba
en absoluto. Intenté inútilmente coger aire, pero el estrangulamiento impedía a
mis pulmones llenarse de aire. Noté que las fuerzas comenzaban a abandonarme,
la visión se me nublaba, lagrimeaban me los ojos y comencé a perder la fuerza
de mi presa. Entonces escuche aquella voz que tantas veces pronuncio las
palabras “te quiero” refiriéndose a mí, pero esta vez algo más ronca y repitiendo
una sola palabra –asesino -.
No logro
comprender cómo lo hice, pero conseguí zafarme de sus brazos, corrí hasta la
estancia más próxima y cerré la puerta tras de mí.
Como ya he
comentado, me encuentro escribiendo el fin de mi existencia; ella se encuentra
fuera golpeando la puerta y sé que la puerta terminara cediendo a sus embates,
y esta vez no podré escapar de su ira.
Ese cuerpo
sin vida viene a por mí. Su alma bajará al infierno y no lo hará sola. Ella va
a matarme a mí, como yo la maté a ella.